Probablemente cuando los quesos de Roquefort (también llamados “quesos azules”) llegaban a la mesa de los reyes de Francia, estos no tenían idea de la cantidad de hongos que ingerían, pero disfrutaban del sabor fino y fuerte para sus paladares expertos, que seguramente en uno no tan educado resulta poco apetecible desde que se percibe su aroma.
Para poder hacer quesos se necesita de leche y una buena cantidad de bacterias del género Leuconostoc que la fermenten, de esta manera se transforma el líquido en una masa. Un pastor del pueblo de Roquefort-sur-Soulzon olvidó un trozo de queso de leche de oveja con su respectiva dotación de pan de centeno en una de las cuevas del pueblo para correr a los brazos de su amada. Después de unos días, encontró el pan enmohecido y el queso con varias manchas azules. Luego de titubear un poco y vencido seguramente por el hambre, decidió probarlo y lo encontró delicioso al gusto. Había creado por accidente un símbolo para Francia.
Un tercero en la historia
¿Qué relación guardaban el pan y el queso? Las semillas de centeno aún después de ser convertidas en hogaza, son el sustrato ideal para el hongo Penicillium roqueforti, responsable de las “venas” azules sobre el queso Roquefort que acababa de descubrir nuestro despistado pastor. Este hongo encuentra las condiciones ideales para desarrollarse dentro de las cuevas y puede usar el queso como su alimento e implantarse en sus pequeños huecos formados por el dióxido de carbono liberado durante la fermentación láctica de las bacterias.
Una vez que el hongo se implanta en el corazón de este emblema de la gastronomía francesa, es el encargado de darle dos de sus características básicas gracias a los componentes que consume y a los productos que desecha. Una de estas características es la consistencia suave y poco elástica del Roquefort, que se debe a una intensa degradación de las proteínas del queso producida por enzimas, en este caso peptidasas (las enzimas también son proteínas, son proteínas que degradan otras proteínas). Por otro parte, el preciado aroma se obtiene mediante otro grupo de enzimas que reciben el nombre de lipasas, estas transforman algunas grasas en metilcetonas y alcoholes secundarios, lo que le brinda un olor fuerte y desafiante a este manjar.
Deliciosas toxinas.
Si eres asiduo lector de nuestras notas, recordarás que en alguna ocasión mencionamos que los hongos eran capaces de producir toxinas dañinas e incluso mortales para el hombre (o las brujas) como resultado de un proceso llamado metabolismo secundario; Penicillum roqueforti no es la excepción, ya que puede producir varias toxinas destacando la llamada PR. Esta sustancia puede inhibir la producción de material genético y proteínas en células animales, así como interferir en la respiración celular.
La pregunta que seguramente te estés formulando en este momento es: ¿Podemos morir comiendo quesos? O mejor aún, ¿por qué no toda la corte de los reyes franceses murió deleitándose con un quesito a la Roquefort?.
Aún después de que algunos investigadores encontraron en muestras de quesos azules restos de iminas y aminas provenientes de la toxina PR, no encontraron esta micotoxina completa, debido a que el hongo la produce en poca cantidad cuando tiene como sustrato un producto lácteo y la toxina se degrada durante el proceso, lo cuál le brinda un carácter seguro para su consumo.
No cabe duda que esta exquisitez denominada por Diderot como “le rois des fromages” o “el rey de los quesos”, constituye un extraordinario ejemplo de equilibrio entre varias especies vivas que comparten el mismo alimento. Entonces ¿nos comemos un queso?.
Redacción: Eduardo González