Siento la red debajo de mi balancearse, pero yo no me muevo, permanezco quieto. Ella se acerca y siento sus ojos en mí, siento su peso, veo el tatuaje en su abdomen, en ese instante percibo un olor que afecta mis sentidos, sé que es la indicada. Recorro el camino hasta ella, tiemblo y me agito, me acerco a ella seguro de mí. Es más grande que yo, del color del carbón, me mira con sus ojos, se mantiene inmóvil mientras sigo acercándome. Cualquier movimiento me indicaría que no está de acuerdo. Rápidamente la atrapo, extiendo mi cuerpo justo para tocar su abdomen. Quiero acariciarla lentamente, pero comienza una lucha frenética. Mis sentidos están enervados, solo pienso en una cosa, dejar descendencia. Ella se enfrenta a mí, se defiende, golpea y me lanza hacia atrás; yo arremeto. El viento sopla y sé que pasará. Ella levanta su torso frente a mí, es mi oportunidad, me coloco sobre ella, palpo fuerte y rápido. El tiempo pasa uno, dos, o tres minutos, horas, no lo sé. Acabo, la suelto apresuradamente y se lo que vendrá, lo he visto y estoy dispuesto. Sé que de esa forma tendré descendencia fuerte y sana. Inclino mi tórax y mi cabeza hacia las fauces flanqueadas por dos pilares afilados, siento sus ocho patas rodeando mi cuerpo, siento el primer mordisco. Al final no sé nada de mí. Esta araña hace honor a su nombre común, la viuda negra. Permanece toda su vida alimentándose y comiendo insectos, incluso a su pareja después del cortejo y fecundación. La razón es que el macho de viuda negra, es fuente de nutrientes necesarios que le permiten a la hembra proveer de fuerza y nutrientes a sus hijos.
Redacción: Claudia Fabian